Una aspereza tibia
de
membranas sedientas y agraviadas
eriza
las caricias
en la
ciega intemperie de tus manos.
Esas
con
las que hiñes las harinas,
con las
que anudas hierbas minuciosas
y racimos
de harapos.
Esas que
rozan las espaldas anchas
cuando el
hombre recuerda la ternura
y habitan
las guaridas del relámpago.
El frío
fija su estilete agudo
sobre el
refugio de tu amor descalzo,
como si
aún no fuera suficiente
el bramido
del río,
desmadrado,
la
sustancia extenuada de la yerba,
los
rituales del hambre,
el
desamparo.
Como si
aún no fuera suficiente
mecer
antiguas nanas de mendrugos
sin
reproche furtivo
o
cuestionario.
O habitar
las comarcas de la lluvia
cuando
combate,
vertical
y aguda,
la pobreza
del rancho.
Como si
aún no fuera suficiente
sentir que
hay otra vida
deteniendo
las
lejanas compuertas de la sangre
recorriendo,
en
senderos incesantes,
tu estirpe
de rocío,
tu
memoria,
tu arcilla
amarga,
tu
dolor tallado…
Desde un
tiempo de sombras y temores,
desde un
tiempo de cielo agazapado,
peregrinas
los días,
las
arenas,
las
huellas de la luz,
en
el ocaso
y entonas,
con
murmullos desgreñados,
toda la
latitud de la esperanza
amamantando
un sueño,
a
pura luna
en el
légamo azul de tu regazo.
Maternidad
costera:
dura
y honda,
útero de
silencio y madrugada,
por el
talle anegado de las islas
va tu
canción
sin
cuna…
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