En vísperas
del luto irrevocable,
cuando no
hay más que desgarrar tinieblas,
cuando la
sangre es un aliento inmóvil
y las
lenguas de arena fugitiva
impacientan
al miedo,
cuando se
quiebran voces amarillas
con la
furia desnuda del silencio
y hay
rumor de pestillos oxidados
y
distancias
y
fiebres
y
gemidos
y garras
de ceniza
han
trazado una raya en los espejos,
su figura
de gárgola raída
vigila los
umbrales
a la luz
mortecina de las velas
que
consumen recuerdos,
y eleva
sus endechas desdentadas
desde el
ritual nocturno de los rezos.
Es ella:
la que aguarda en los
rincones
la que
custodia el llanto y el destierro,
la que
conoce el gesto,
la consigna,
la
pregunta final
y la respuesta.
La que
asedia los párpados exangües
por la
orilla del velo.
La que
conoce el tiempo y la liturgia,
los
rostros primordiales del que espera
junto al
perfil menguante de la luna
y cuyo
nombre no ha de revelarse
hasta que
callen todas las trompetas
y ardan
negros jinetes en el cielo.
La que
exhuma jirones balbuceantes
para
construir antiguos talismanes
que
protejan las huellas…
Porque es
preciso el viaje y el abismo
y el río
que se oculta en la memoria
y el
resplandor lejano de fogatas
en los
ojos vacíos del barquero.
Es ella:
la nodriza,
la
que mece
el último
destino de los sueños.
La pálida
hilandera de la trama
donde
la vida
sólo
es el reverso.
La testigo
implacable del llamado.
La que
de tanto acompañar
ausencias
es una
sombra más
entre las sombras…
mascarilla
de olvido entre los muertos.
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